Quiero compartirles un poco de lo que ha sido mi primera
semana de estancia en CDMX, claro, si tienen a bien regalarme unos minutos de
su tiempo. Quiero abrir mi corazón y expresar en estas líneas, las impresiones
y sentimientos que me ha dejado esta semana.
Tratando de hacer memoria de lo que ha sido el camino para
poder llegar a estudiar a esta ciudad, a mi mente solo vienen y resuenan las
palabras del Salmo 118: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque eterna es su misericordia» (v. 2). Por pura gracia
inmerecida de Dios, este año ya termino mi primer Diplomado en la Universidad
Pontificia de México.
Tres lecciones recojo de esta primera semana:
El desapego al dinero
ha sido la primera lección que el Señor me ha enseñado esta semana. Pienso en
la manera cómo Dios me quitó el apego al dinero que traía al viajar de Oaxaca. Este
año, en particular, resulto un poco estresante recabar los fondos en un primer
momento; y en segundo, encontrar un lugar donde habitar todo este mes.
Llegué a la terminal TAPO de la CDMX, después de un viaje de
ocho horas y un cuarto de hora. Traté de pedir un UBER pero la aplicación de mi
celular no agarró. Un taxista a la salida de la terminal me abordó, y me dijo
que sabía dónde era la dirección a la que me dirigía. ¡Mal plan! El viaje
resultó ser cuatro veces más caro que se hubiese viajado en UBER; de hecho, por
esa cantidad puede haber viajado en UBER de lujo. Ese evento me causó una
suerte de indignación, pero creo que la voz de Dios por ahí ya se dejaba oír.
Sólo que yo no le estaba prestando oído.
Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro» (Sal 27,8a). Este versículo resume la siguiente lección.
A decir verdad, mi comunicación con Dios el mes previo a estar en CDMX, fue
mediocre. Algo que he entendido es que, cuando en el corazón del hombre Dios no
ocupa el primer lugar, inmediatamente otras cosas usurpan ese lugar, en este
caso la preocupación material: ¿Con qué dinero? ¿Dónde viviré? ¿Qué comeré?
Comencé a retomar mi ritmo de oración, a dedicar un poco más
de tiempo y atención a esta actividad que tenía descuidada, y las palabras que
resonaban en mi corazón eran las del Salmo que he citado: «Buscad mi rostro». Tarde como tres días en asimilar la voz del
Señor, pero finalmente pude decir: «Tu
rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (Sal 27, 8b-9).
La tercera lección de esta semana, la recojo de las homilías
de las Celebraciones Eucarísticas de hoy y de ayer. Las palabras del Evangelio
encierran el mensaje que el Espíritu Santo me ha querido enseñar: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie
conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar»
(Mt 11,27).
Este domingo, tuve la gracia de ir a ponerme a los pies de mi
Madre, María Santísima de Guadalupe. Fui a su Basílica. En la homilía de la
Eucaristía, el padre comentó que, conocer al Padre no se da por estudiar teología
o filosofía, que estas ciencias son útiles, pero que el conocimiento del Padre
se da, principalmente, por una relación interpersonal.
¿Cuánto tiempo dedicamos a la oración? Cuando el sacerdote
lanzó esta pregunta, sentí que el tiempo se detuvo, a mi mente llegó el texto
de San Mateo: «No anden, pues,
preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué vamos
a vestirnos? Que por todas esas cosas se afanan los gentiles; pues ya sabe su
Padre celestial que tienen necesidad de todo eso» (6,31s). En ese momento
comprendí, que había olvidado la providencia de Dios. Si estuvo dos años atrás,
cuando no tenía nada para poder venir y todo fue una decisión de último
momento; y estuvo también el año pasado cuando prodigó de manera suficiente
todo lo que necesité, qué me hacía pensar que este año se había olvidado de mí,
mi Padre Celestial.
Me exhortó, por último, a establecer mis prioridades: «Busquen primero el Reino de Dios y su
justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura» (6, 33), y a no
preocuparme por el mañana, porque «el
mañana se preocupará de sí mismo. Cada día tiene bastante con su propia
preocupación» (6,34).
Oro por todas las personas a través de las cuales la providencia
de Dios se me ha manifestado. Hoy a los pies de nuestra Señora de Guadalupe,
puse sus necesidades, pidiéndole que nuestro Señor Jesús sea su recompensa, y
que sus apoyos que me han dado y que me siguen aportando sean «suave
aroma, sacrificio que Dios
acepta con agrado. 19 Y mi Dios proveerá a todas sus necesidades con magnificencia,
conforme a su riqueza, en Cristo Jesús» (Flp 4,18s).
Josué Ruiz
Su servidor en Cristo
Tlalpan, CDMX a 9 de julio de 2017
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