San Agustín, Sermón 105 A (=Lambot 1)
La oración (Lc 11,9ss)
Traductor:
Pío de Luis Vizcaíno, OSA
1. El santo Evangelio que hemos escuchado cuando
se leyó nos exhorta a orar. Nos infunde la gran esperanza de que nadie que
pide, busca y llama con confianza, se aleja del Señor con las manos vacías. En
efecto, no dijo que algunos pedirían y recibirían, sino Todo el que
pide recibirá y el que busca hallará y al que llama se le abrirá1.
Pero propuso una semejanza instructiva por contraste. Si un
amigo se dirige a otro amigo y le pide tres panes porque ha llegado a su casa
un huésped, y esto a una hora en la que es molesto levantarse de la cama para
dárselos, y el otro le responde que no puede complacerle porque ya está en el
lecho y con él sus criados; si, no obstante, el amigo no deja de
pedírselos, Os digo —indica— que, no por la amistad,
sino por el fastidio que le causa, se levantará y le dará todo lo que necesite2. Ahora bien,
si no se niega a dar quien es vencido por el hastío, ¿cómo va a negar algo
quien te exhorta a pedir? Con esta finalidad se adujo la semejanza. Si no niega
los tres panes al que se los pide en cuanto amigo, y se los da no por la
amistad, sino por no soportar que le moleste, Dios, que es Trinidad, ¿no se nos
dará a Sí mismo si lo pedimos? No creo que el amigo diese a su amigo tres panes
distintos: uno de trigo blanco, otro de escanda y otro de cebada.
Por tanto, dado que Jesucristo, Dios, Hijo unigénito de Dios,
al exhortarnos a orar nos infundió gran confianza de alcanzar lo que pedimos,
nos conviene saber qué debemos pedir. Pues ¿quién no pide algo a Dios? Pero hay
que mirar qué se pide. Quien ha de dar está dispuesto a dar, pero hay que
orientar al que pide.
Te levantas y pides a Dios que te otorgue riquezas. ¿Deben
los hijos de Dios pedir eso a Dios, como si se tratase de un gran bien? Si Dios
mismo quiso dar riquezas incluso a hombres pésimos fue precisamente para que
los hijos no las pidan a su Padre, como si fueran un gran bien. En cierto modo
Dios nos habla por sus obras y nos dice: «¿Por qué me pedís riquezas?». ¿Es eso
todo lo que os voy a dar como bien extraordinario? Advertid a quiénes las he
dado y avergonzaos de pedirlas. Pide el fiel lo que tiene el histrión. Pide
también la matrona cristiana lo que tiene la meretriz. No pidáis eso en
vuestras oraciones. Que él os dé riquezas, si quiere y, si no, no os las dé.
Conviene que demos fe a quien nos dice: Pues la vida del hombre no
radica en la abundancia3. ¿Por qué? A
muchos les han sido perjudiciales las riquezas. Es más, ignoro si puede
encontrarse alguna persona a la que hayan aprovechado. Tal vez hallemos a
alguna a la que no hayan perjudicado.
Ignoro —repito— si puede encontrarse alguna persona a la que
hayan aprovechado. Quizá diga alguien: «Entonces, ¿no fueron de provecho las
riquezas a quien usó bien de ellas alimentando a los hambrientos, vistiendo a
los desnudos, hospedando a los forasteros, redimiendo a los cautivos?». Todo el
que obra así, lo hace para que no le perjudiquen sus riquezas. ¿Qué sucedería
si no poseyese esas riquezas con las que hace misericordia, siendo tal que
estuviese dispuesto a hacerla, si se hallase en posesión de ellas? Dios no se
fija en las riquezas por abundantes que sean, sino en las voluntades rebosantes
de amor. ¿Acaso eran ricos los apóstoles? Abandonaron solamente unas redes y
una barquichuela y siguieron al Señor4. Mucho
abandonó quien abandona toda esperanza mundana, como la viuda que depositó dos
céntimos en el cepillo del templo5. Nadie —dijo
el Señor— dio más que ella; a pesar de que muchos ofrecieron gran cantidad de
dinero porque eran ricos, ninguno donó tanto como ella en ofrenda a
Dios, es decir, en el cepillo del templo. Muchos ricos echaban
en abundancia, y él los contemplaba6, pero
no porque echaban mucho. Esta mujer entró en el templo con solo dos céntimos.
¿Quién se dignó poner al menos los ojos en ella? La vio el que no mira la mano
llena sino el corazón. Él se fijó en ella e hizo que otros se fijasen también;
haciendo que se fijasen en ella, dijo que nadie había dado tanto como ella. En
efecto, nadie dio tanto como la que no reservó nada para sí.
Por ello, si tienes poco, poco darás; si tienes más, darás
más. Ahora bien, ¿acaso, por dar poco al tener poco, tendrás menos, o recibirás
menos porque diste menos? Si se examinan las cosas que se dan, unas son
grandes, otras son pequeñas; unas copiosas, otras escasas. Pero si se
escudriñan los corazones de quienes dan, con frecuencia hallarás en quienes dan
mucho un corazón tacaño, y en quienes dan poco, un corazón generoso.
Efectivamente, te fijas en lo mucho que uno da y no en cuánto se reservó para
sí ese que tanto dio, ni en cuánto en definitiva dio, ni en cuántos bienes
ajenos robó quien de lo robado da algo a los pobres, como queriendo corromper
con ello al juez divino.
Lo que consigues con tu donación es que no te perjudiquen tus
riquezas, no que te aprovechen. Porque, incluso si fueras pobre ydesde tu
pobreza dieses aunque fuera poco, se te imputaría tanto como al rico que da en
abundancia, o quizá más, como a aquella mujer.
Pensemos, pues, que el reino de los cielos está en venta a
precio de limosnas. Se nos ofrece la posibilidad de comprar una finca fértil y
riquísima; una finca que, una vez adquirida y poseída, ni siquiera por la muerte
dejaremos a quienes nos sucedan, sino que la disfrutaremos por siempre; no la
abandonaremos ya y jamás emigraremos de ella. ¡Magnífica posesión que vale la
pena comprar! Solo te queda preguntar por su precio, por si acaso no tienes con
qué pagar y, aunque desees adquirirla, no puedas comprarla. Para que no pienses
que no está a tu alcance, te indico su precio: vale tanto cuanto tienes. Para
tu alegría, supuesto que no seas envidioso, añadiré todavía más: cuando Dios te
haya otorgado la posesión de esa finca que debes comprar, no excluyes a otro
comprador. La compraron los patriarcas, ¿acaso excluyeron de su compra a los
santos profetas? La compraron los profetas, ¿por ventura no permitieron
comprarla a los apóstoles? La compraron los apóstoles y a ellos se les sumaron
como compradores también los mártires. En fin, tantos son los que la han
comprado y aún está en venta.
Veamos, pues, si la pudieron comprar los ricos y no los
pobres. Examinemos los casos más recientes, dejando de lado a los antiguos
compradores. La compró Zaqueo, jefe de los publicanos7 que había
adquirido grandes riquezas, dando la mitad de ellas a los pobres8. Se les
llamaba publicanos no en cuanto hombres públicos, sino porque recaudaban los
impuestos. Así nos lo expone el santo Evangelio con ocasión de la llamada a la
condición de apóstol a uno del cual está escrito: Vio sentado a la mesa
de recaudación a cierto hombre llamado Mateo9. De este
hombre, llamado cuando estaba en la mesa de recaudación de impuestos, se indica
el nombre en otro pasaje: Mateo el publicano10. Así, pues,
este Zaqueo, luego que entró en su casa el Señor, al que acogió de la forma más
inesperada —tenía gran deseo de verlo; pero, como era de baja estatura, no le
era posible lograrlo en medio de la multitud; subió a un árbol y desde allí lo
vio pasar; para ver al que por él iba a pender de un madero, él mismo se subió
a un madero—; así, pues, una vez que el Señor entró en su casa, lleno de gozo
puesto que antes había entrado ya en su corazón, dijo: Doy la mitad de
mis bienes. Pero se reservó mucho para sí. Advierte la razón por la
que se había reservado la otra mitad: Y si he defraudado a alguien —dijo— le
devolveré cuatro veces más11. Se reservó
muchas riquezas, no para retenerlas, sino para restituir lo robado. Gran
comprador, dio mucho. El que poco antes era rico, de repente se hace pobre.
¿Acaso porque él la compró a tan gran precio, no la compró igualmente el pobre
Pedro con las redes y la barquichuela? El precio exigido a cada uno era lo que
cada uno tenía. Después de estos, también la compró la viuda. Pagó dos céntimos
y la compró. ¿Hay algo de menos valor? Sí, lo hay. Descubro un precio inferior
a esos dos céntimos con que es posible adquirir tan gran posesión. Escucha al
vendedor mismo, el Señor Jesucristo: Si alguno —dice— da un
vaso de agua fría a uno de los míos más pequeños, en verdad os digo que no
perderá su recompensa12. ¿Hay cosa
de menos valor que un vaso de agua, y esta fría, para no verse obligado uno a
comprar leña? No sé si a vuestro juicio puede encontrarse un precio inferior a
este. Y, sin embargo, existe. Uno no posee lo que Pedro, ni mucho menos lo que
Zaqueo, y ni siquiera halla dos céntimos. ¿Carece en el momento oportuno del
agua fría? Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad13. No
discutamos más sobre la variedad de precios. Si entendemos y pensamos conforme
a la verdad, el precio de esa posesión es la buena voluntad. Con ella compró
Pedro, con ella Zaqueo, con ella la viuda y con ella quien dio el vaso de agua
fría. Solo con ella se compra, si no se tiene otra cosa fuera de ella.
2. ¿Por qué he dicho esto? ¿Qué me había
propuesto? Indicaros que, del pasaje evangélico en que el Señor nos dio una
gran esperanza al decir: Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad
y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el que busca
halla, y al que llama se le abrirá14, debemos
aprender qué hemos de pedir. Al habérsenos dado una gran esperanza, debemos
saber qué tenemos que pedir. De ahí procede el amonestaros a que cuando oréis
no pidáis, ni busquéis, ni llaméis a la puerta por riquezas, como si fueran un
gran bien. Quien llama desea entrar. La puerta de entrada es estrecha. ¿Por qué
vas cargado con tanto equipaje? Debes, pues, enviarlo delante de ti para poder
entrar con facilidad, aligerado de peso, por la puerta estrecha. No pidáis al
Señor riquezas como si se tratase de un bien extraordinario. ¿Por qué temes
tener poco y no poder comprar tal posesión? ¿No te he dicho que su valor es
igual a lo que tú tienes? E incluso si no tuvieras nada, tú serás su precio; en
efecto, aunque tengas mucho, no la compras si no te das también tú mismo por
ella.
Quizá me repliquéis: «Entonces, ¿qué debemos pedir a Dios? No
pidáis tampoco la muerte de vuestros enemigos. Es una petición malvada. Ignoro
si serás oído para tu bien cuando te alegras por la muerte de un enemigo. Pues
¿quién no ha de morir? ¿Quién sabe cuándo ha de morir? Te alegras de la muerte
de otro. ¿Cómo sabes que no vas a expirar tú también mientras te alegras de
ello? Aprende a orar como enemigo de ti mismo; mueran las enemistades mismas.
Tu enemigo es un hombre. Hay dos nombres: hombre y enemigo. Viva el hombre,
muera el enemigo. ¿No recuerdas cómo Cristo el Señor, con la sola voz desde el
cielo, hirió, tiró por tierra y dio muerte a su enemigo Saulo, acérrimo perseguidor
de sus miembros?15 No hay
duda de que le dio muerte, pues murió como perseguidor y se levantó convertido
en predicador. Murió; si no me crees a mí, pregúntaselo a él. Escúchale y
léele. Oye su voz en una carta suya: Vivo, pero ya no soy yo quien
vive. Vivo —dice—, pero no yo. Luego él murió. ¿Y cómo hablaba? Vive
en mí Cristo16. En la
medida de tus fuerzas ruega, pues, que muera tu enemigo, pero considera en qué
forma. Si muere sin que su alma abandone el cuerpo, tan solo perdiste un
enemigo y a la vez conseguiste un amigo. Por tanto, no oréis ni pidáis a Dios
la muerte física de vuestros enemigos.
Dirás tú, ¿qué hemos de pedir? ¿Cargos mundanos? Son humo que
se esfuma. Estabas más seguro en un puesto humilde. ¿Te dispones a correr
riesgos en un cargo elevado? Es cierto que los cargos públicos, como las
riquezas, solamente los otorga Dios. Mas, para que despreciaseis las riquezas,
llamó vuestra atención sobre las personas a que se otorgan: las otorga a los
buenos para que no pienses que son algo malo; las otorga también a los malos
para que no creas que son un gran bien. Lo mismo pasa con los cargos públicos:
los reciben los dignos, pero también los indignos, para que no los tengan en
gran estima los dignos.
Dinos, entonces, ya —insistes— qué tenemos que pedir. No os
voy a haceros pasar por muchos acertijos, puesto que he mencionado el
testimonio evangélico: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad17. Pedid la
buena voluntad misma. ¿Acaso os hacen buenos las riquezas, los cargos públicos
y otras cosas similares? Aunque son bienes, son los inferiores, de los que usan
bien los buenos y mal los malos. La buena voluntad te hace bueno. Si esto es
así, ¿no te avergüenzas de querer poseer cosas buenas y ser tú malo? Tienes
muchos bienes: oro, plata, piedras preciosas, hacienda, servidumbre, rebaños de
ganado mayor y menor. Avergüénzate de tus bienes; sé también tú bueno. Pues
¿quién más desdichado que tú si, siendo buena tu quinta, tu túnica, tu oveja y
hasta tus sandalias, va a ser mala tu alma?
Aprended, pues, a pedir el bien que, por así decir, os
bonifica, esto es, el bien que os hace buenos. Si poseéis bienes de los que
usan los buenos, pedid el bien con el que seáis buenos. La buena voluntad os
hace buenos. Pues sin duda son bienes, pero no bienes que os hagan buenos. Para
que veáis que son bienes, se encuentran entre ellos los que mencionó el Señor:
el pan, el pez y el huevo18. Para que
sepáis que son bienes, el Señor mismo dijo: Si vosotros, siendo malos,
sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos19. Sois malos
y dais cosas buenas. Pedid ser buenos. Pues por esa razón nos amonestó y
dijo: Si vosotros siendo malos: para indicar qué debían pedir, a
saber: no ser malos, sino buenos.
Sea él, pues, quien nos enseñe qué debemos pedir. Escuchad
sus palabras, las que siguen en el mismo pasaje del Evangelio: Si
vosotros —dice— siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros
hijos, y a pesar de ello vais a seguir siendo malos; por tanto, para
no permanecer siendo malos, oíd lo que sigue: ¡Cuánto más vuestro Padre que
está en los cielos dará el Espíritu bueno a los que se lo pidan!20 ¡He
aquí el bien que os hace buenos! Es el buen Espíritu de Dios el que produce en
los hombres la buena voluntad. El precio de la posesión que se llama vida
eterna es Dios mismo.
¿Qué habrá de más valor para nosotros que la vida eterna?
¿Qué habrá —repito— de más valor, una vez que nuestra posesión sea Dios? ¿O
acaso he injuriado a Dios, al decir que él será nuestra posesión? No. Si lo he
dicho es porque lo he aprendido. He hallado a un santo varón que en su oración
decía: Señor, porción de mi herencia21. Ensancha,
¡oh avaro!, el saco de tu codicia y halla algo mayor, algo de más valor, algo
mejor que Dios. ¿Qué no tendrás teniéndole a él? Acumula a tu lado cuanto oro y
plata te sea posible; excluye a tus vecinos; poséelo ensanchando tu posesión;
llega hasta el confín de la tierra. Adquirida la tierra, añade los mares. Sea
tuyo todo lo que ves y también lo que, al estar bajo el agua, no ves. Una vez
que tengas todo esto, ¿qué tendrás, si no tienes a Dios? Así, pues, si teniendo
a Dios el pobre es rico, y no teniéndolo, el rico es un mendigo, no le pidas otra
cosa distinta de él. ¿Y qué no te dará cuando él mismo se da? ¿Y qué te dará,
si él mismo no se da? Pedid, pues, el Espíritu bueno. Habite en vosotros y
seréis buenos. Pues cuantos son conducidos por el Espíritu de Dios,
esos son hijos de Dios22. ¿Y cómo
sigue? Y si sois hijos de Dios, sois también herederos, herederos de
Dios y coherederos de Cristo23.
¿Qué sentido tenía desear las riquezas? Entonces, ¿será pobre
el heredero de Dios? Serías rico si fueras el heredero de un opulentísimo
senador, y ¿serás pobre, siendo heredero de Dios? ¿Serás pobre, siendo
coheredero con Cristo? ¿Serás pobre cuando el Padre mismo sea tu herencia?
Pide, pues, el Espíritu bueno, porque el pedir el Espíritu bueno procede del
Espíritu bueno mismo. Algo posees ya de este Espíritu cuando lo pides, pues si
no poseyeras nada de él, nada de él pedirías. Pero como no tienes cuanto
necesitas, lo tienes y lo pides, hasta que se cumpla lo escrito: El que
sacia de bienes tus deseos24; hasta
que se cumpla lo consignado en otro lugar: Me saciaré cuando se
manifieste tu gloria25. Por
tanto, bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia; hambre
no de este pan terreno; sed, no de esta agua terrena, no de este vino de la
tierra, sino de justicia, porque ellos serán saciados26.
Referencias:
1 Lc 11,10; Cf Mt 7,8
2 Cf Lc 11,5-8
3 Lc 12,15
4 Cf Mt 4,20; Mc 1,18
5 Cf Lc 21,1-4
6 Lc 21,1; Mc 12,41
7 Lc 19,2
|
8 Cf Lc 19,1-10
9 Mt 9,9
10 Cf Lc 5,27
11 Lc 19,8
12 Mt 10,42
13 Lc 2,14
14 Lc 11,9-10; Mt 7,8
|
15 Cf Hch 9,1-19; 22,25-16; 26,9-18
16 Ga 2,20
17 Lc 2,14
18 Cf Lc 11,11-12
19 Lc 11,13
20 Lc 11,13
|
21 Sal 15,5
22 Rm 8,14
23 Rm 8,17
24 Sal 102,5
25 Sal 16,15
26 Mt 5,6
|